El colombiano de hace cien años tenía al menos una razón para sentirse tranquilo: el fin de una larga guerra civil. Pero en general la vida de ese colombiano típico no era fácil: un campesino analfabeta, cuya esposa, que trabajaba sin descanso en el hogar y la parcelita familiar, había dado a luz seis hijos, que vivirían en promedio menos de 30 años. Muy religioso, sabía del mundo exterior lo que oía decir al cura o a algún rico del pueblo, que hablaba del Papa y de los pecados de París. Los conflictos políticos podían haberlo convertido en un apasionado conservador, que veía en los liberales a los promotores de la impiedad, o en un liberal que miraba con ironía y escepticismo el papel de la iglesia; en ambos casos la política era una especie de contrato de adhesión con los dirigentes locales, que no ofrecían a sus seguidores más que algo de protección y de amistad paternal. Pocos impuestos pagaba y pocos servicios recibía: unas cuantas escuelas, caminos y ferrocarriles, eran todo lo que el Estado entregaba. Aunque hablar de un colombiano típico es abusivo: las diferencias regionales eran grandes, y sin las guerras civiles y algunos procesos de colonización, pocos colombianos habrían salido nunca de su departamento natal.

Las cifras son claras: en la primera década del siglo XX, de los cuatro millones de colombianos, solo el 12% vivía en ciudades de más de 10.000 habitantes. El analfabetismo superaba el 75% y solo uno de cada 6 niños iba a la escuela. Las epidemias amenazaban a los menores, y el tifo, la viruela o las enfermedades gastrointestinales mataban a uno de cada seis niños antes de cumplir un año. Los médicos solo existían para la minoría que podía pagarlos: para las enfermedades había que resignarse a infusiones de hierbas u otras formas de medicina alternativa y casera. Apenas uno de cada 50 colombianos terminaba secundaria, y uno de cada 200 la universidad: para ser campesino o peón urbano no era necesario saber leer y escribir. El país tenía teléfonos en cuatro ciudades grandes, luz eléctrica, y una red de telégrafos que permitía mandar mensajes, en código Morse y ahorrando palabras, a 600 municipios. Y para moverse, ahí estaban las mulas, pero sobre todo las piernas: los caballos eran de los ricos, y los trenes que salían de Bogotá o Medellín no llegaban todavía al río Magdalena. En el país había dos o tres automóviles, que no podían alejarse mucho: el viaje del general Rafael Reyes, presidente de la República, de Bogotá a Santa Rosa de Viterbo, su pueblo natal, en 1909, fue visto como una hazaña nacional.

Las mujeres estaban, en teoría, en el hogar: sin derechos políticos, debían someterse, según la ley, a la autoridad del marido, vivir donde este decidiera, entregar todos los bienes a su administración. En la práctica muchas tenían pequeños negocios, hacían artesanías o sembraban la tierra, y vivían con independencia o lograban el respeto o el trato igualitario por parte su pareja. Pero si recibían un salario, era casi con seguridad por trabajar en el servicio doméstico, que incluía con frecuencia obligaciones sexuales, y muchas tenían que someterse a las violencias y humillaciones que les propinaban sus compañeros o maridos. Ninguna mujer estudiaba bachillerato, ninguna era profesional: lo más cercano a esto eran las maestras, que llevaban algo de educación a las zonas rurales, o las monjas, que atendían en orfanatos o asilos. La vida sexual era más o menos libre en algunos sectores populares y regiones del país, aunque siempre sometida a la maldición del embarazo frecuente. Pero las mujeres de clase alta o media, o las de regiones donde la iglesia había impuesto sus normas, que podían disfrutar de ciertos nichos de independencia en sus hogares o su vida social, estaban sometidas a obligaciones de fidelidad y ascetismo que no cobijaban a sus maridos.

En cien años, es obvio, muchas cosas se trasformaron: el siglo XX fue un siglo de cambio acelerado. ¿Cuáles fueron los cambios más importantes? ¿La transformación de la economía, el auge cafetero que nos abrió al mundo, el desarrollo de una industria nacional, que elevó substancialmente el ingreso de los colombianos, o el montaje de los servicios públicos, que nos hizo esclavos de la electricidad, el agua, el radio y el teléfono? ¿O la urbanización, con el desplazamiento masivo de campesinos hacia las ciudades, que llevó el número de colombianos que viven en ciudades de más de 10.000 habitantes a más del 70%? ¿O los cambios en la atención de salud, que erradicaron las epidemias, redujeron a la décima parte la mortalidad infantil y, a pesar de lo que se roba la violencia, más que doblaron la duración promedio de la vida de cada colombiano? ¿O la escolarización general de la sociedad, que hace que hoy todos los niños vayan a la escuela primaria, uno de cada dos termine secundaria y uno de cada cuatro entre a la universidad? ¿O el desarrollo de los medios de comunicación, que reemplazó la palabra del cura o del maestro por la radio, el periódico y la televisión, que nos trajeron el tango y la ranchera, la salsa y el rock, los noticieros y las prédicas evangélicas, y que hacen que hoy en el 95% de los hogares la gente se entere de las catástrofes mundiales, se apasione con el fútbol y las telenovelas y oiga, con variable escepticismo, las promesas de los políticos? ¿O el cambio en el sistema político, que convenció primero a los ciudadanos que podían ser ciudadanos y transformar sus vidas mediante la participación política, los arrastró luego a un sistema clientelista en el que los políticos tuvieron que dar favores y servicios para lograr los votos de un electorado más exigente, y que ahora parece apuntar a una sociedad en la que los ciudadanos se creen con derechos superiores a los de políticos y funcionarios del Estado, los eligen porque creen en su capacidad para enfrentar los problemas y los asedian con sus exigencias de honestidad y eficacia?

En mi opinión, sin embargo, el cambio fundamental, y uno en el que Colombia se transformó más que países similares, tiene que ver con las relaciones entre mujeres y hombres. Ya desde la década de 1920 ellas iban a la escuela elemental en proporción similar a los hombres, y llenaban los puestos bajos de las nuevas fábricas y almacenes. En los años treinta empezaron a salir bachilleres, y doctoras en los cuarentas. Hoy igualan a los hombres en los cargos intermedios de empresas e instituciones, y en algunos niveles políticos altos. La generación que ahora sale de las universidades logrará casi con seguridad, ahora que se gradúan por primera vez más señoras que señores, la igualdad laboral. La educación les dio la igualdad laboral y la igualdad económica creciente ha permitido una libertad mayor en otros campos, incluyendo el más obvio de la elección de pareja. Por supuesto, las inercias del machismo perduran y las cargas emocionales y de todo orden derivadas del embarazo, el aborto –que todavía sigue castigado por la ley- o la maternidad seguirán agobiando al sexo femenino por muchos años más. Pero hasta las campesinas de la sabana han logrado emanciparse bastante de sus machos y esto es algo en que hace cincuenta años era difícil creer.

Por supuesto, hay cosas que no han cambiado, al menos relativamente. Colombia es una sociedad más igualitaria hoy, pero no en todos los sentidos: aunque los pobres de hoy tienen servicios médicos, sus niños van a la escuela, tienen mejor salud, ven televisión, son más altos, se alimentan mejor y viven más que antes, es posible que reciban una proporción menor del ingreso que a comienzos del siglo XX. Mi hipótesis es que esto ha cambiado poco, y que la proporción del producto que va a cada grupo es muy similar a la de hace cien años. Pero el producto por individuo es hoy, en términos absolutos, varias veces más grande que entonces.

Y hay algo que ha cambiado para mal: hace cien años terminaba una guerra sangrienta, pero el país entraba en una época de paz que duraría cuarenta años. Si hoy tuviéramos las tasas de homicidio de la década de los años veinte o treinta, Colombia no tendría 30.000 muertos por año: si acaso 2000. Aunque la sociedad colombiana fue capaz de mejorar substancialmente sus condiciones de vida, con la participación de burocracias hábiles y capaces de actuar bajo malos presidentes y en condiciones políticas a veces poco favorables, el Estado y los grupos dirigentes colombianos se dejaron enredar por la madeja endemoniada de la violencia, al menos desde 1947 o 1948, y nunca encontraron la manera de enfrentarla con eficacia. A veces, incluso, la alentaron, al promover modelos políticos sectarios e intransigentes, o al estimular, con el discurso de los intelectuales, la idea de que solo mediante la violencia se resolverían la desigualdad o la pobreza, o al no tomar decisiones que habrían desactivado los resortes del conflicto: es probable que la incapacidad para hacer reforma agraria, en los años cincuenta y sesenta, se esté pagando todavía.

Con la idea de que había que cambiar un país injusto, las guerrillas declararon la guerra hace cincuenta años. La violencia de esta guerra, y las respuestas demoníacas que ha engendrado, han hecho al país aun más injusto, pobre y rígido, pero no han impedido que muchas cosas se hayan trasformado. Es ingenuo decirlo, pues la violencia es una trampa que atrapa a sus propios inventores, pero si hoy las guerrillas declararan la paz, los colombianos podrían finalmente, con esas instituciones políticas más abiertas y esa cultura más rica y democrática de la que hay ya señales, enfrentar mejor las tragedias del desplazamiento o los horrores del paramilitarismo y el narcotráfico, y buscar un país un poco más parecido a sus deseos.

Jorge Orlando Melo